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LOS DICCIONARIOS Y LA REALIDAD PERUANA

LOS DICCIONARIOS Y LA REALIDAD PERUANA La idea de «Nación» estuvo asentada en un desvarío: la homogeneización cultural. Fue considerada signo de madurez y adecuada vertebración política, buscándose los factores que la nutren.

Karl Deutsch enfatizó el desarrollo de las comunicaciones asegurando que erosionaban las identidades primarias (étnicas, locales, etc.) y afirmaban la nacional. Pero Crawford Young, estudiando al Zaire, encontró que hacía aflorar múltiples identidades, desde las primarias a la nacional, apoyándose o rechazándose entre sí. Grupos antes desatentos a sus peculiaridades (lingísticas, religiosas, etcétera) pueden pasar a darles importancia y luchar por ellas, tanto rechazando como aceptando su coexistencia con otras.

Esto ha venido confirmándose hasta en los países de más antigua unificación y/o mayor avance industrial, donde renacen viejas identidades sumergidas y se adicionan las traídas por las masas de inmigrantes que les llegan. Como los demás, están sujetos al activamiento de particularismos, al constante interjuego de procesos etnogenéticos e etnodestructores. Por todas partes el pluralismo cultural manifiesta su vitalidad, y en buena hora.

En el Perú tendimos a magnificar nuestras deficiencias, a dolernos de ser apenas una nación en formación como si las otras no lo estuviesen también de algún modo según lo arriba visto. Consideramos nuestra heterogeneidad cultural interna como una carga, cuando es un capital que hay que saber aprovechar movilizando las energías de todas nuestras etnias. Debemos hacerlas participar activamente en el funcionamiento del país, dejando de privilegiar la aculturación unilateral y fomentando sus interfecundaciones.

En palabras de José Luis Rivarola: «El destino de un país de ancestrales raíces pluriculturales no puede construirse sobre la base de la represión y del glotocentrismo, sino de una armonización de posibilidades y derechos».

Durante el gobierno de Velasco se intentó reestructurar al Perú en ese sentido, tratando de crear un sistema autogestionario generalizado. Truncada la experiencia nos queda el desafío de cultivar el buen desarrollo de las partes y el todo, asegurar su adecuada convivencia y mutuo apoyo.

Para ello es importante cuidar los elementos de comunicación intra e interétnicos. Acá haré anotaciones sobre los diccionarios castellanos y quechuas. Me restrinjo a esos dos de nuestros idiomas porque siendo mis lenguas maternas estoy en condiciones de percibir los claroscuros de sus materiales.

En el Diccionario de la Real Academia escasean las voces de origen quechua y buena parte de las incorporadas aparecen como usadas por otros países, más no por el nuestro. Por ejemplo, las interjecciones ananay, achalay, achachay; atribuidas, respectivamente, a Bolivia, Argentina y Ecuador.

Cosa curiosa porque nuestro castellano está poblado de quechuismos. Está demostrado por quienes se dedicaron a recopilar vocablos usados en el país, desde Juan de Arona en el siglo pasado a Martha Hildebrandt en el presente (el primero concentrando su atención en Lima y Arequipa). También se muestra, abundantemente, en los trabajos sobre lexicografías regionales, como los de Pulgar Vidal sobre Huánuco y Luis Castonguay respecto a la selva peruana.

Sospecho que los descuidos de la Academia se deben a nuestro defecto centralista: los miembros peruanos de esa institución han sido mayoritariamente limeños, complementados por provincianos afincados en Lima. Así, están más atentos al habla capitalina y disociados de la empleada en diversas partes del país, salvo aquéllos dedicados a estudiarlos. Aun estando informados de quechuismos no pueden sentir la urgencia de reivindicarlos. Les falta la asociación emotiva de los miembros de países vecinos, más inmersos en el mundo quechua. Caso, por ejemplo, del ecuatoriano Humberto Toscano, quien sostuvo en el IV Congreso de Academias de la Lengua Española (1966): «Si al quiteño le dicen que debe prescindir de una interjección como achachay y le condenan a contentarse con `!qué frío!', creerá sentirse empobrecido y casi enmudecido en una menuda coyuntura de la vida... su expresividad es casi onomatopéyica; semeje un dar diente con diente, porque es palabra que ella sola `tirita'».

Un indicio del desapercibimiento por algunos académicos de términos quechuas expandidos en el castellano popular del país, aunque no tanto en Lima, lo percibí en un artículo de Mario Vargas Llosa, publicado en Caretas, donde cuenta de su iniciación en el aerobismo. Refiriéndose al dolor muscular producido por los ejercicios habla de «agujetas», como se lo llama en España, y no macurque o macolca como se lo conoce aquí. Las dos variantes son usadas en las cercanías de Lima mismo: Augusto Alcocer Martínez las recogió en su Pequeño Atlas Léxico del cuerpo humano en la Provincia de Canta.

El vocablo macorca es mencionado por el Pequeño diccionario Larousse, considerándolo chileno. Lástima que tal diccionario, tan consultado, nos descuide mucho. Está concentrado en Chile: menudean las expresiones de ese país, la palabra chilenismo recibe una larga explicación en tanto que esta es escueta respecto a peruanismo, ecuatorianismo o bolivianismo.

Puede decirse, pues, que los diccionarios castellanos no informan apropiadamente sobre nuestro vocabulario usual. Nos dejan en ayunas sobre las voces de nuestras distintas lenguas indígenas incorporadas al habla castellana habitual. Unas con cobertura regional; otras con difusión internacional, como macurque, que además del Perú y Chile sé que es usada en Bolivia. Esas ausencias, en todo caso, crean impedimientos para el buen conocimiento y comunicación entre peruanos.

Desgraciadamente las pesquisas sobre léxicos de distintas áreas del país (Martha Hildbrandt sobre Piura, César Angeles Caballero sobre Ica, etc.) han tenido ediciones reducidas y han circulado solo entre especialistas.

Es alentador, en cambio, ver que desde hace 30 años se ha ampliado el campo de investigación al respecto. Por un lado, tratando de abarcar todo el territorio patrio con el Atlas Linguístico-Etnográfico del Perú, acometido por el Departamento de Lingística de la Universidad de San Marcos(2). Por otro, dando atención al aporte afronegro a nuestro lenguaje, gracias a Fernando Romero Pintado. Sus dos libros sobre el tema son valiosos, aunque por no documentarse sobre nuestras lenguas comete errores. Así, varias voces que considera afronegrismos proceden del quechua: cuculí, lucacha, ñutu, pacapaca, etc.

En cuanto al quechua, sus diccionarios iniciales adolecen de ambivalencia: velan y revelan. Algo desapercibido por Raúl Porras Barrenechea al comentar el Lexicón... de Fray Domingo de Santo Thomás (que data de 1560). Dice que «proporciona claros testimonios» de haber existido en el incanato pobres y ricos, expresado por los vocablos waqcha y apu. Con razón César Guardia Mayorga le objeta que antes de la conquista tenían una significación diferente a la actual. No estaban asociados a la propiedad de cosas sino a la red de relaciones sociales.

Los diccionarios coloniales estuvieron dedicados a ayudar a la expansión cultural española, a posibilitar la conquista religiosa del indígena. Así, si bien son importantes elementos de documentación sobre nuestro mundo precolonial, deben ser tomados como sumo cuidado por triple razón. Primero, porque son repertorios incompletos del vocabulario entonces existente, tanto porque quienes trabajaron en ellos no llegaron a informarse de de muchos de ellos como porque excluyeron exprofesamente a otros. Diego González Holguín (1608) manifiesta haber prescindido de los «usos curiosos y galanos». Segundo, porque conscientemente procedieron a adaptar diferentes términos a las necesidades catequísticas. Caso de supay, cuya significación originaria, «espíritu», empezó a ser modificada por Fray Domingo de Santo Thomás asociándolo a «ángel» (allin supay) y «diablo» (mana allin supay). Posteriormente cuajó lo último, desguarnecido ya de cualificativos. Tercero, por el trastocamiento inconsciente de significados por incomprensiones interculturales.

Los diccionarios republicanos no dan acceso a las acepciones originales; transcriben solo las resemantizaciones producidas a partir de la conquista. Con ello alimentan las incorrectas apreciaciones de nuestro pasado precolonial, al atribuir a las palabras el significado vigente ahora. Con justificado apasionamiento Virgilio Roel Pineda ha atacado eso en su artículo «Raíz y vigencia de la indianidad», pasando revista a varios términos como el de «yanacona». Actualmente asociado a servidumbre o esclavitud, implicaba antes colaboración. La raíz yana, de la que derivan yanapay (ayudar) y yananchakuy (casarse), expresa conjunción, complemento. Por algo González Holguin registró yanantin y yanatillan como «dos cosas hermanadas».

Algo más, no retratan bien lo hablado hoy en día: investigaciones de campo van revelando la supervivencia de significados antiguos en diversas partes. Regina Harrison (Signs, songs, and Memory in the Andes) encontró que en la selva ecuatoriana se sigue asociando supay a buenas y malas fuerzas espirituales. A Sarah Lund Skar (Lives together-worlds apart) le explicaron en Matapuquio (Apurímac) que mitma debía entenderse como la parte separada pero vinculada a un todo. Por tanto mitmaqkuna o, en versión castellanizada, mitimaes, no corresponde solo a «forasteros de un lugar» sino también a los «miembros ausentes de una comunidad».

Especialistas de diversas ciencias sociales están acumulando información y criterios para corregir esas deficiencias. También el proceso de estandarización del alfabeto quechua nos va librando del caos ortográfico antes imperante, que hace difícil consultar aun diccionarios publicados hace poco. Lastimosamente tal empresa está siendo obstaculizada por el Instituto Linguístico de Verano y la Academia Cuzqueña del Quechua. La última, negándose a reconocer el trivocalismo quechua, insiste en adjudicarle cinco vocales, lo que es en sí una proyección del castellano.

Bruce Mannheim (The Language of the Inka since the European Invasion) examina al trivocalismo en textos coloniales. Este también ha sido demostrado por lingistas contemporáneos. Si fuese cierto el pentavocalismo quechua, ¿por qué las confusiones de la i con la e y de la o con la u, de los quechuahablantes al expresarse en castellano?

Dicho sea de paso, los ecuatorianos opusieron su quechua al peruano cargándonos el espejismo de las cinco vocales y reteniendo para ellos el trivocalismo. Así lo hicieron Luis Cordero, el siglo pasado, comentando una obra de Clorinda Matto de Turner y, entre otros, José V. Yañez del Pozo e Ileana Almeida en el presente.

Desde la colonia hasta hace poco imperó un cusqueñocentrismo en los estudios del quechua. Se prestó mayor atención al habla del Cusco y se tendió a considerarla superior a las demás. José María Farfán operó con ese prejuicio, nos dice Cerrón-Palomino (Lingística Quechua), cuando recogió materiales, a mediados de siglo, sobre algunas variedades dialectales. Es el error en que cae el quechuista huamanguino J. Salvador Cavero (Paisajes Ayacuchanos), afirmando en 1990 que la gramática unificada del quechua debe basarse en «la ciudad imperial del Cusco, que conserva la pureza y autenticidad del idioma». Y afectó en forma diluida a un escritor tan importante como José María Arguedas. Martín Lienhard sostiene que él intentó elaborar un quechua integrado. Posiblemente, pero privilegiando el habla del Cusco. Cuando trabajamos en la Universidad Agraria noté que, siendo nacido y criado en lugares de dialecto ayacuchano, en sus clases de quechua se esforzaba por pronunciar a lo cusqueño. Eso también puede rastrearse en sus escritos. Así, en los Rios profundos hace decir a un campesino del valle del Pampas, entre Ayacucho y Apurímac, Wirakocha refiriéndose a los blancos, palabra que no se usa ahí pero que es utilizada en Cusco.

A finales del siglo pasado comenzaron a ampliarse las áreas geográficas estudiadas dentro y fuera del Perú, con gran floración en los últimos 40 años. Contamos ahora con diccionarios sobre diversos dialectos quechuas, del santiagueño en Argentina al inga colombiano. Entre otros están el diccionario del quechua cochabambino (Bolivia) de Joaquin Herrero y F. Sánchez de Losada, quizás el mejor trabajado sobre la localidad específica; el Caimiñucanchic Shimiyuc- Panca, diccionario unificado del quechua ecuatoriano que menciona las coberturas espaciales de cada vocablo; los 6 diccionarios trabajados por el IEP sobre los 6 dialectos quechuas peruanos, con atención a las variaciones internas de cada uno de ellos. Este último es un trabajo importante pero que por haber sido hecho con premura incurre en pequeñas fallas. Mencionaré dos: Clodoaldo Soto adscribe equivocadamente origen español al nombre del fruto palta; Antonio Cusihuamán traduce qowi por conejo porque en el castellano del Cusco se designa así al cuy.

En suma. Existe ya material suficiente para elaborar un diccionario panquechua, geográfico e histórico. Asimismo, para elaborar un diccionario de peruanismos con determinación de los lugares donde son usados los vocablos. Ambas cosas y la atención a nuestras otras lenguas ayudarán al buen desarrollo del país, mejorando las posibilidades de intercomunicación de los peruanos. Ojalá que instituciones de la capital, provincias y países vecinos colaboren en realizarlos.

José Carlos Fajardo

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